jueves, 9 de octubre de 2025

CARTA ABIERTA AUTOR WILLY HERNA1NDEZ DONATE

 

Carta abierta

El dolor que siento en mi pecho y la insufrible tristeza que empobrece mi alma, me obligan a tomarme el atrevimiento de escribirle esta carta. De antemano pido disculpas si algo de lo que aquí refiero le pueda ofender.
Estuve de visita en su pueblo por varios días en un verano de la década de los cincuenta. Fui por querer validar de lo que un dilecto amigo presumía; amigo con quien compartí como alumnos del Colegio San José de Río Piedras.
Allá, entre bromas, le echábamos en cara que era un jíbaro de “la isla”.
Él, quien era capaz de batirse a duelo con el más bravo, solía defenderse hablando en historietas de las bondades y bellezas de su “guarida” y, como es de esperarse, de su gente…
Hablaba de su plaza, de los gigantescos árboles que conformaran el dosel que la cubría. En tonos opacos -por la vergüenza que le causara- hablaba de las reglas no escritas donde se evidenciara la división de clases sociales; las jóvenes “de primera” se paseaban contra el reloj por dentro de la plaza, mientras las “de segunda” lo hacían por la parte de afuera. Asunto que hoy en día catalogaríamos de bárbaro…
Recuerdo con cariño a la gran Pura, en cuya casa me hospedé, pues quería conocer el pueblo de primera mano, sin influencias de nada, ni de nadie
En mi primera visita, un jueves en la noche, asistí al Teatro Liberty, donde pasaban Los hijos de María Morales con Pedro Infante; me di el lujo de pagar cinco centavos por el privilegio de sentarme en la primera planta. Mientras, en el Matilde se proyectaba Donde Nacen los Pobres con Abel Salazar, película que ya había visto varias veces, no por buena.
Mi amigo no paraba de hablar de los centenarios caserones a cuatro aguas y sus misteriosos zaguanes, casas hasta entonces, tan bien conservadas, propiedad de aquellas familias de abolengo venidas de la madre patria.
 Hablaba de sus tres cafetines en las cuatro esquinas de la plaza, sus famosas fondas, la iglesia que él describía como si fuera una suntuosa catedral, de infinitas torres y afinados campanarios.
En mis visitas, en aquella plaza, conocí un juego al que le llamaban “play” que consistía en batear con la palma de la mano una bola hecha de vasos de cartón y esperma, que los muchachos comprimían hasta lograr su forma esférica. Se colocaban: un pitcher, dos fielders y el bateador de turno en un imaginario diamante bajo la cúpula de los árboles de la plaza, allí habrían de correr las bases y montar escándalo de producirse un “jonrón”.

 Pude conocer la exclusiva esquina de La Cámara y El Senado, donde los “señores” se reunieran a opinar de todo y de todos.

Pude observar la febril economía y su pujante lucha, aquella que constituían las varias ferreterías que se porfiaban leales clientelas. Lo mismo sucedía con mueblerías, tiendas de ropa de mujer; de hombre. Farmacias, almacenes de alimentos, carnicerías, un buen número de pequeños colmados que competían con la misma oferta por los mismos clientes. Los incontables chinchorros y sus lacrimógenas velloneras, los tres billares, barberías, zapaterías, los cuatro puestos de gasolina. Los pregoneros vendiendo pescado fresco, dulces típicos: biscochuelos y pirulís; bolitas de coconé. Maní tosta ‘o, uvas playas e icacos envueltos con elegancia en hojas de uva playa.
La letanía del quincallero con su oferta de “calzoncillos eléctricos y mosquiteros con bombillas”. La del estirador de colchones, el viejo Salomón, el de corazón entendido, con su canasta de mimbre, de huevos frescos. Los pastelillos rellenos de carne, con huevo, las alcapurrias de seductor aroma.
 Y ni hablar de las panaderías, si, las responsables de mantener al pueblo todo, bajo un manto de riquísimos aromas, de hornos de ladrillos donde se elaborara el pan de tetas, las inigualables galletas de huevo y el budín de pan que hacía a todos salivar mares.
La impresión y el grado de incredulidad fueron tal, que los visité en dos ocasiones aquel verano. Reconozco que no creí lo que originalmente experimenté y no pude si no regresar para cerciorarme de que aquello era todo cierto.
Entonces conocí al famoso Alejo en su fonda, El Buche, escenario frecuentado por líderes políticos de todos las denominaciones y tendencias y por los más afamados deportistas, sobre todo los del baloncesto.
Bailé en El Paradise bajo las miradas escrutadoras de las doñas, al compás de los acordes de los violines de Pablo Elvira y el conjunto de William Manzano.
Participé de las increíbles fiestas del día de San Juan.
Observé que todos sueltan lo que tengan entre manos: se persigna la gente a las doce y a las seis, con el tañido lento de los cencerros de la iglesia.
En noches de luna llena, sancochada en caldo a ochenta y seis grados prueba, participé de tímido oyente, del junte de guitarras de los nocheros de a pie. Atestigüé el canto serenetero de voces afinadas a golpes de ensayos de montaje teatral. No faltó el decir desgarrador de poesías inéditas, cinceladas al son de repuje de yunque y fragua. poesías donde el eje central siempre fue la traición, el desamor, el abandono, la pérdida, la lagrima, el vacío…
Me deleité de la plaza bordada en barandillas de mundillo, plaza de bancos de manufactura local, banco alguno no había que no llevara el nombre de su padre. En los menos, hasta el de su madre. No existía allí banco huérfano alguno.
Fui testigo de la conmovedora serenata a las madres con el célebre Moncho Chaves y su grupo.
Compartí mesa con el gigantesco refuerzo de los Piraras: Manuel “Varilla” Lugo, que en visita extraoficial, degustaba todo cuanto ofrecía el pueblo con una insaciable sed. En esa mesa pagué cincuenta centavos por la mejor mixta que he probado hasta ahora, si mal no recuerdo, la fonda se conocía por La Palmera, justo frente a la plaza, al cruzar de Las Miranda.
El pasado fin de semana un nieto me convidó a pasarlo en el oeste de la Isla, confieso que venía distraído pensando en no sé qué, pero cuál no sería mi sorpresa, mi impresión, cuando repentinamente me enfrenté al paisaje que desde Quebradillas se observa de la playa de Guillermo Venegas Lloveras; la playa de Guajataca.
Sin proponérmelo, me fui en un viaje regresivo y recordé con vívidos detalles las visitas que realicé a este pueblo y que me hacen escribir estas notas. Permanecí en silencio el resto del viaje, maravillado por la impresión que me causara las visitas al pueblo del amigo de juventud, debo confesar también que estaba muy alegre al saber de lo saludable que se encontraba mi memoria, justo en la etapa de lo que se supone sea mi chochera.
Llegado el momento del regreso a la Capital, le pedí a mi nieto que adelantáramos la salida del oeste para poder disponer de algún tiempo, para sentarnos en la plaza única, debajo de aquellos árboles y, poder contarle lo que tanto me impactó ese verano tan lejano, pero tan cerca.
Pero Señor, ¿Cómo es posible? Apenas si puedo reconocer lo que veo, ¿Qué pasó?
Pareciera como si muy a propósito alguien hubiese querido borrar aquel idilio, aquel encanto único de pueblo que una vez conocí.
La tristeza fue tan profunda… se nublaron mis ojos, se anegó mi corazón y en vez de comenzar con mi cuento, no pude, si no despotricar contra los responsables de la destrucción, la desolación, el vejamen… ¿A dónde fueron todos?
¿Acaso hubo algún motivo, un bochorno colectivo tal vez, por el cual se quisiera borrar la identidad y el alma de este pobre pueblo?
¿Qué pasó con la magia que arropaba a este pueblo, sus aromas, su algarabía, su vitalidad? Elementos que le hacían tan único.
¡Por Dios!, sobrevive muy poco de aquello…no permitan que la insensibilidad, el desapego, el desinterés y el desdén terminen de arrasar con lo que queda…

Respetuosamente,
Justo Cardenal

William Hernandez

7:39 (hace 4 horas)


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