DON LUIS
Comenzaba a desgajarse la década de los años sesenta y aún nos acompañaban deshechos militares de los abastos de la segunda guerra y del supuesto conflicto de Korea. Todavía se oía hablar del Paralelo 38; de las colinas capturadas, de los vejámenes de que fueron víctima, de las intensas nevadas y del trato des honorable del Regimiento 65 de Infantería. A diario compartíamos con hombres jóvenes a quienes le faltaban piernas, brazos, ojos y claro está, vivían entre nosotros aquellos quienes terminaron con sus facultades mentales desorganizadas, turbias y aberrantes.
Aún éramos una comunidad un tanto inocente, los grandes disturbios consistían en escaramuzas de borrachos en la multiplicidad de cafetines del pueblo y las peleas de los juegos de baloncesto. Dicen que había quienes iban más por las peleas entre fanáticos que por el deporte de los grandotes.
Había un numeroso grupo que tenían la playa del Guajataca como su centro de diversión y asueto . Allí se nadaba, desafiando sus famosas corrientes submarinas, se pescaba de orilla; de figa. Se cogían jueyes y jalbos. Se tomaba el sol como si no produjese daño alguno a la piel, se hacía el amor de forma desenfrenada e irresponsable.
Una parte de ese grupo confabuló para comprar una vieja casa de campaña que había servido de hospital militar, para convertirla en centro de operaciones durante aquellos interminables veranos. Allí se celebró el cumpleaños de Caco y de ahí aquello escaló a celebraciones de rosca gruesa donde el motivo fue siempre pura invención y excusa para la comelata y bebedera sin freno.
El Comandante General de aquel fortín era nada más y nada menos que el compadre de Caco; El Cubano. Hombre de mente brillante, buen mecánico, de aquellos que reparaban carros como por arte de magia, pero sobre todo era el ser más malicioso y traquetero del universo. Su labia era famosa, lo mismo trataba con el más humilde de los humildes, servía de perito en mecánica en la corte del pueblo, o nos arengaba en interminables discursos políticos que no entendíamos. Astuto en asuntos de mujeres, con especialidad en las que cobran por sus favores…
Una de esas tardes en que ya se habían agotado las reservas de testosterona, tras un largo día al sol; en el claro oscuro, cuando la mar comienza a empujar refrescantes alisios hacia la orilla, El Cubano comienza a preparar el brebaje que todos con ansiedad esperaban. Un café colado en media que por alguna razón todavía hoy hay quien porfíe que es el mejor que jamás halla tomado.
Notamos que a la distancia y muy cerca del marullo caminaban un par de ñames con corbata y gabán.Tanto desentonaban con el paisaje que todos, sin proponérselo, clavaron sus ojos en ellos.
Estando en su faena, casi ignorando lo que todos observaban, el príncipe de la maldad suelta el colador y la lata, se asoma fuera de la caseta y comienza a llamar: Don Luis, Don Luis, Don Luis, mientras con su mano izquierda hacía señales repetidas, a velocidad, convidando al tal Don Luis a que se acercara.
Pensamos que había perdido el juicio, pero en efecto, se vió una figura de hombre algo ancho en el vientre, que daba pesadas y lentas zancadas para evitar atollarse en la profunda y tibia arena . Camisa arremangada, escasa greñas bailando al viento. Cuando estuvo al tiro del ojo, se pudo apreciar un grueso bigote descuidado, rematado por un lunar conspicuo y profundas arrugas en su frente. Daba la impresión de ser uno de aquellos héroes de las guerras quienes no podían disimular las batallas libradas; unas ganadas, otras perdidas. Pero no, aquel rostro era el rostro del personaje más famoso y conocido por las últimas tres generaciones de puertorriqueños.
Hizo un ademán dirigido hacia sus ñames indicando que detuvieran su desenfrenada carrera, se acercó al clan y saludó uno por uno con aquella venosa y huesuda mano de uñas largas y descuidadas. Reservó su último saludo, como si fuera el más valioso o importante para quién si no para El Cubano.
Se sentaron los caciques sobre la arena y mientras Don Luis jugueteaba con los granos sílicos entre los dedos de sus pies, tomó el cacharro de tinta de las montañas; con ojos apretados, cabeza inclinada, como si en reverencia, lo aspiró pero no probó de inmediato y comenzó una conversación genérica para cuya introducción inició con un alargado y sonoro Y qué…
Ese Y qué, fue el pié utilizado para enmudecer, encantar a la audiencia y darle rienda suelta a todo tipo de tema, historias personales y anécdotas.
Habló de amigos que tenía en nuestro pueblo, pronunciando sus nombres, apellidos y apodos; sin nunca perder el ritmo. Relató anécdotas de serenatas, amanecidas y borracheras con los de la Peña.
Cuando el Tísico, que se había mantenido guitarra en mano, rasgó de manera involuntaria las cuerdas de la guitarra, el hombre se volteó hacia él y balbuceó con voz profunda de tenor trasnochado: De lejos canto… parecía ser uno de nosotros.
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