Lázaro
Por los vaivenes de la vida, temprano durante la década de los ochenta, trabé una relación con un personaje de quien conocía yo muy poco. Era un hombre en sus ochenta, bajo de estatura, complexión enjuta, escaso cabello. Vestía de bata blanca que parecía enyesada en almidón y planchada en la madre de las prensas. Este individuo vivía en constante movimiento en lo que se conocía entonces como el Professional Hospital de Santurce. Vivía este hombre conectado a una pipa de fumar, pipa que se había convertido en parte de su fisionomía y que le confiriera sin duda un aire increíble de intelectualidad.
En algún momento de nuestra relación le dejé saber que yo era natural de Quebradillas, comentario que pareció llevarle en un registro minucioso de su memoria. Luego de un considerable silencio donde me preguntaba si por alguna razón le había ofendido mi comentario, aspiró profundo y me preguntó si acaso no era en ese pueblo que había un muchacho médico de apellido italiano. Como si estuviera anticipando la pregunta, con la contestación en la punta de la lengua le respondí con un sonoro sí, para luego agregar, eso creo, pues se trataba de responderle al terror de los inquisidores y quién quisiera errar ante tal coloso.
Agregué que el médico en cuestión se llamaba Lazzarini, Sigfrido Lazzarini, que le conocía muy bien puesto que por muchos años había sido médico de nuestra familia. Añadí un juicio valorativo muy mío sobre el galeno en cuestión. No tomó aire, también parecía que él estaba anticipando el momento, la oportunidad para hablar del médico de mi pueblo. Por primera vez me habló de sus años como profesor de medicina en la Escuela de Medicina Tropical desde sus inicios, de la calidad de aquella institución, del nivel profesional del profesorado, de las importantísimas contribuciones que aquella escuela había hecho a la salud de un Puerto Rico famélico, tísico y comido por la uncinariasis.
Pausó como galán de novela, se tomó su tiempo en bajar con el comentario que habría de cerrar aquella conversación. Acotó lo siguiente: El talento y dedicación de profesores y estudiantes era sin parangón, de la más alta calidad posible. Pero…ese Lazzarini, hombre, te puedo decir sin temor a equivocarme que fue mi mejor y más talentoso estudiante de medicina en todas las décadas en que me desempeñé como profesor allí.
Nunca entendí el por qué tomó la decisión de permanecer como médico generalista pues con su talento pudo haber sido lo que se hubiese propuesto.
Quedé atónito con los comentarios del Dr. Rurico Díaz Rivera, Cardiólogo de cardiólogos, -referente para medir el profesorado de las primeras décadas de existencia de la Escuela de Medicina en Puerto Rico- no porque no me imaginara la calidad de médico que teníamos en Quebradillas, era por la validación de nuestra sospecha que acababa de hacer aquel Coloso de la medicina en Puerto Rico.
En mi próximo viaje a Quebradillas procuré ver a Sigfrido y sin introducción alguna le relaté lo que les cuento. Su reacción fue: que quién dijo eso de mí, muchacho si ese era el terror en la Escuela de Medicina, mientras me daba una amplia sonrisa con sus largos dientes y expresión pícara.
Hoy me aventuro a contestar la pregunta que sus profesores no pudieron contestarse en cuanto a Sigfrido y su decisión de permanecer como médico generalista en un pueblo pequeño como el nuestro. Lo hizo por puro amor a su gente, punto.
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