El Abuelo de Curazao
Se siente como la ceiba, a pesar de que ya va rondando
por la tercera edad. Aun conserva la rigidez de su musculatura y el porte
majestuoso que le dan su perfil y sobre
todo su cabellera entre pintada como las cumbres de los montes alpinos. Un
arete dorado muestra sus ascendencia de holandés de Curazao. Tiene un bastón
tan negro como el azabache, que le da a su caminar cadenciosos giros parecidos
a un de vals de Strauss. Una boina marrón vasca tirada a uno de sus lados de la
cabeza que al ritmo de su caminar le dan el aspecto de un caballo de paso fino
isabelino. Sus espejuelos cubiertos con el nácar del carey, y sus lentes verdes como la campiña de su barrio.
Alrededor de su cuello una cadena terminada el siervo sufriente, le llega
hasta la mitad de su pecho cual obispo de Iglesia de Alejandría. Una guayabera
almidonada con sus superiores botones abiertas,
tal que pueda verse su aurífero crucificado. En el bolsillo superior una
peinilla de color caculo, sobresale de este y bambolea cual bailarina mejicana
Tongolele. Pantalones cremas de hilo inglés, con un filo tan sobresaliente como
los picos de la Cordillera Central, bien estirados y tensos como acero recién
fraguado. Trepados hasta el ombligo como línea imaginaria semejante al ecuador,
divide su cuerpo en mitad dispares. Su idea es que se vean sus medias color del
alba, sus zapatos de charol, negros,
brillantes como perla negra, algo quebrados por el tiempo. Tienen sus zapatos un taconeo como el tictac
de un reloj de pared que a todos anuncian su llegada de príncipe Galés. El
hombre, su estilo y su vestimenta guardan la armonía de una pieza de Bach como
el concierto de Brandenburgo.
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